Historias estrechas
Camino a Vladivostok
Menuda vía férrea.
La más larga del mundo.
Y vieja, viejísima.
Le dan vitaminas, de vieja.
Y los trenes van y vienen.
Seguro: van y vienen.
No me lo creía.
Pero ahora la he visto.
Y recorrido entera.
En tren, por supuesto.
Es una experiencia.
Te subes en Moscú.
Por ejemplo, claro.
O igual puedes en Omsk.
Y venga de kilómetros.
Y más kilómetros.
Hace paraditas.
Compras chuches, té.
Y más kilómetros.
Tuve una aventura.
En el tren, por supuesto.
Si no, ¿por qué contarla?
Estaba medio dormida.
Llevaba ya como dos mil.
Kilómetros, quiero decir.
Abrí un ojo.
Uno solo: no tenía más.
(Es que soy tuerta.
Bueno, es broma.
No tenía fuerzas para más).
Y allí estaba él, ante mí.
Doblado en cuatro.
(Quiero decir: sentado).
Rubio, como ruso.
Alto, como ruso.
Me dijo (en ruso, como ruso):
“Hola.”
(Ah, lo dijo en español).
“¿Sabes español?”
“Da niet”
“Pues estamos aviados.
Yo no sé ruso”.
¿Ves que cosa tan tonta?
Por poco no tuve una aventura.
Solo porque no aprendí ruso.
Hoy podríamos ser pareja.
Y tener varios niños.
Todos, mitad rusos.
Y mitad manchegos.
Hay cosas inexplicables.
Solo porque yo no sabía ruso.
Ni él español.
Vamos, no hay derecho.
Y el tren, todo recto.
Sin salirse de la vía.
Larga, estrecha.
Como mi pena.
Cleta
De Historias estrechas, Huerga y Fierro, Madrid, 2012.
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