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El corredor olímpico PDF Imprimir E-mail
Narrativa
Olimpia, Grecia, 1971

Paso por Olimpia, en el Peloponeso, con Kalíope, economista que trabaja conmigo en el proyecto de la O.I.T. Echo de menos el taller de Fidias, echo de menos los templos, los albergues para los miles de visitantes de toda Grecia.

Hemos estado en Esparta, hoy un pequeño pueblo, ayer una ciudad que tuvo en jaque a Atenas y aún a Persia. El sacrificio de su rey Leónidas, en las Termópilas, debería resonar de continuo en los oídos  de Europa.

También, en el espléndido teatro de Epidauro. Allí he recitado unas palabras de Lorca, que sé de memoria desde hace muchos años. La introducción a La zapatera prodigiosa: "El poeta no pide benevolencia a su público, sino atención..." Y mis palabras se han oído (aunque seguramente no comprendido) en la última fila del gran anfiteatro, como si el mejor equipo de megafonía las amplificase.

Ahora, en Olimpia, siento una gran pena. Porque no quedan más que algunas piedras, que señalan lo que fue, pero sin ninguna capacidad de concitarlo. Qué bruto es el ser humano.

Mas queda la pista del gran estadio, por la que corrieron desnudos los atletas, en busca del triunfo olímpico. Algunas gradas, casi nada.

De pronto, siento un ansia irrefrenable de pisar donde pisaron, de correr donde corrieron. Kalíope me anima: "Pero no hace falta que te desnudes, ¿eh?".

Me quito, reverente, los zapatos, los calcetines, la camisa, el pantalón. Me coloco en la línea de meta, descalzo, en slip. Kalíope lanza el grito de partida en griego.

Doy la vuelta a la pista, sin esforzarme. Desde luego, no intento batir ninguna marca.

Cuando llego a la meta, Kalíope ha preparado, con la rama de un olivo cercano, una corona. Me la coloca y se apresta a hacerme una foto.

En el momento del disparo, algún diosecillo olímpico que observa la operación, se indigna y hace saltar la corona por los aires.       

(En Por poco no lo cuento, 2001)
 

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