Madrid, 1972 Llegó a mis manos, cuando vivía en Grecia, un libro sobre la técnica de la aeróbica, nacida como se sabe en las Fuerzas Aéreas del Canadá. Un médico observó que los soldados que mejor resistían las marchas, los trabajos intensos, no eran los más fuertes. Y que de nada valía la gimnasia tradicional para poner "en forma" a los reclutas. Puesto a observar el asunto, descubrió que ello dependía de la capacidad de consumo de oxígeno por la máquina que es el cuerpo. Y que esa capacidad, que él llamó "capacidad aeróbica", se maximizaba con determinados ejercicios. Constantes, intensos, por un período mínimo de veinte minutos. Los mejores: la marcha, la natación y el "trote" o jogging (bautizado en España como "footing", palabra que por cierto no existe en inglés). Me entusiasmó el tema. Y todas las tardes andaba yo midiéndome pulsaciones y distancias. Los amigos estaban hasta el pelo de mi manía. Cuando llegué a IBM, en Madrid, un día di una charla sobre el tema, con explicación en grandes cuadros, con tablas de rendimiento. Mis compañeros de trabajo ¾todos profesionales treinteañeros en general¾ se contagiaron de mi entusiasmo. Y cada mañana, a la sacrosanta hora del café español, nos congregábamos en una esquina frente a la oficina. En la centralísima calle de Serrano, se reunía un grupo de doce a quince zánganos muy mayores de edad. Nos preparábamos un minuto con ejercicios respiratorios, y nos poníamos en veloz marcha hacia el parque del Retiro. Claro, no había que correr, y cada uno debía ir a su ritmo sin perder el aliento. Entrar en el parque, llegar al lago, tocar la piedra de la esquina y regresar. Todo sin detenerse, por supuesto. Si algún conocido ¾cosa muy probable¾ nos saludaba, continuábamos nuestro camino. "Ya te llamaré, ahora tengo mucha prisa", decíamos, y el conocido se quedaba con la boca abierta. Al final del recorrido de la sagrada milla, o 1853 metros, se iban deteniendo todos. Medición de pulsaciones ¾"has forzado demasiado el ritmo, así no se puede hacer"¾. Y regreso pausado a la oficina, para recuperar el ritmo normal de 60-70 pulsaciones. Así estuvimos como dos o tres semanas. El experimento, por desgracia, concluyó el día que nos cruzamos con el director general. El hombre se quedó de piedra cuando vio a un grupo de sus ingenieros caminando a toda velocidad por la calle de Serrano. Todos muy serios, mirando el reloj y sin hablarse unos a otros. A ver cómo le explicabas que eso era buenísimo para IBM, y que todos tendríamos mayor resistencia para la venta de ordenadores. (De Por poco no lo cuento, 101 anécdotas de vida, Madrid, 2002)
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